En las universidades americanas existe una vieja regla conocida por los alumnos que dice: si un profesor se retrasa y es ayudante, se le espera 10 minutos; si es un asociado, se le espera 15 minutos; y si es un titular, se le espera hasta 20 minutos. “En definitiva, que si lo que se desea obtener es presuntamente mejor que sus alternativas, vale la pena esperar”, comentan Diana Gavilán Bouzas y Jesús García de Madariaga, profesores del departamento de Comercialización e Investigación de Mercados de la Universidad Complutense de Madrid, en un reciente trabajo de investigación publicado en Universia Business Review y titulado “¿Esperamos porque es mejor o es mejor porque esperamos? Un estudio exploratorio de la relación entre el tiempo de espera y el valor percibido”.
Los autores explican en su estudio que la investigación sobre esperas ha asumido siempre el carácter negativo de éstas, pero puede haber posibles efectos positivos basados en la relación entre espera y valor: “la espera puede aumentar la expectativa de valor de una opción y el valor –ya sea percibido en experiencias anteriores, o esperado– puede conducir a que el sujeto presuponga espera y/o aumente la tolerancia con la misma”, escriben.
Es decir, tal y como comenta Gavilán a Universia-Knowledge@Wharton, “aunque las personas que gestionan servicios huyen de las demoras como de la peste porque son muy malas para el negocio, ya que la gente se enfada mucho, si miras la realidad, existe una cierta creencia de que sólo se espera por las cosas buenas”. Desde el punto de vista empresarial, señalan los autores, la comprensión del efecto positivo de la demora podría ser muy productivo para la empresa, puesto que “si haciendo esperar al cliente éste otorga mayor valor a los productos o servicios, o si por el contrario, el valor esperado justifica la espera, entonces el margen operativo de las organizaciones se amplia considerablemente”.
Para cumplir con el objetivo de estudiar la relación existente entre la demora y el valor atribuido a un servicio, Gavilán explica que trataron de hacer “una demostración más o menos científica de qué pasaba si hacías vivir a la gente escenarios con espera, describiéndolos una situación, y cómo reaccionaban en cuanto a elegirlos o rechazarlos”. La profesora de la Complutense añade que algunos de esos escenarios eran comparativos. Por ejemplo, en un parque de atracciones describían a los participantes en el estudio cómo era cada atracción -ya que durante la mayoría de las colas los consumidores no saben cómo va a acabar siendo la experiencia- y les contaban, además, los diferentes tiempos de demora. Al final, les preguntaban cuál era la más emocionante, en la que más les gustaría gastarse el dinero, etc. lo que les permitió comprobar que, para la mayoría, la atracción que tenía más tiempo de demora era percibida como la más emocionante. “No hay la menor duda de que si es bueno hay que esperar; y si hay que esperar es bueno. Funciona en ambos sentidos. Es una bidireccionalidad curiosa, aunque no sabes muy bien cuál es la causa o la consecuencia”.
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